miércoles, 21 de agosto de 2013

El blog de Historias para minutos



DESCARGA DIRECTA, GRATUITA Y SIN PUBLICIDAD
Válido para todos los eBooks, PC, Tablet, etc.

Pulsa sobre la imagen para descargar el PDF


Historias para minutos es una colección de veinte cuentos y relatos cortos sobre temas diversos, escrita y publicada por Fernando Hidalgo.


Contenido y primeras líneas de algunos de los relatos:
  • La profecía
     Neferté dejó caer la fina túnica de lino que la cubría y se sumergió hasta los hombros en el río. Sintió como el limo envolvía sus pies y el contacto agradable del agua, refrescando su cuerpo y su mente. Cerró los ojos e inició una plegaria a Sobek.
   Dos días antes, Neferté se había despertado agitada, llena de desasosiego por un ensueño extraño: en el atardecer, ella caminaba de regreso hacia su choza con dos cántaros llenos de agua que había recogido del pozo próximo al cañaveral; ya muy cerca de la casa vio a Khun, su esposo, que había regresado de las tareas del campo...
  • El árbol genealógico 
     Una tarde aburrida de domingo, después de ver una insulsa película en televisión, se me ocurrió pasar el tiempo reconstruyendo el árbol genealógico de la familia. Desde pequeño me fascinaba oír las antiguas historias familiares y todos, especialmente la abuela Rosario, estaban encantados de que alguien quisiera escuchar esos viejos relatos que una vez fueron el centro mismo de sus vidas. De eso hacía ya bastantes años pero yo conservaba aquellos datos bien grabados en mi memoria.
   Uní dos folios con un poco de cinta adhesiva por la parte posterior, para disponer de un espacio más amplio, y me puse a la tarea. Anoté mi nombre, el de mis hermanos, encima el de nuestros padres, y cuando empezaba a escribir el de algunos de mis tíos caí en la cuenta de que así no podría hacerlo. Se enmarañaría demasiado. Tiré los folios a la papelera, uní otros dos del mismo modo...
  • El último amor
     Cuando mi mujer cayó enferma yo tenía setenta y seis años. Ella, unos pocos menos; no sabía yo exactamente cuántos porque desde que nos conocimos Elisa siguió la costumbre, propia de aquella época, de quitarse algunos y su edad siempre tuvo un halo de misterio para mí. Poco después de iniciarse su enfermedad, casualmente supe, por unos documentos que tuve que recoger en el hospital, que tiene dos años más que yo. A mí eso siempre me ha traído sin cuidado pero para ella, admitir que era mayor que su esposo habría resultado humillante, de modo que no comenté nada...
  • La decisión
     Pocos días antes de mi octogesimoquinto cumpleaños recibí una carta, un acontecimiento poco frecuente. Hacía mucho tiempo que casi toda la correspondencia de la ciudad circulaba por correo electrónico. El sobre provenía de la Oficina de Bienestar Global de mi distrito y sólo contenía una cuartilla que era una simple citación: “Le rogamos se presente en estas oficinas antes de treinta días a partir del recibo de esta nota. Nuestro horario es...”, etc.

    A mi edad tengo pocas obligaciones que atender y mucho tiempo libre, el plazo me venía largo, así que al día siguiente me puse el traje de los domingos, tomé mi bastón de caoba con empuñadura de titanio y me encaminé a la citada oficina. Paseando bajo el tibio sol de las primeras horas de la mañana me esforzaba en alejar la inquietud que la citación me había producido...
  • Paranoia
  • Lluvia en la ciudad
  • Thork
  • El "guapo" de Santaella
     Este cuento está basado en personajes y algunos hechos reales, y es una ucronía que muy bien pudo suceder así.      

   En el crepúsculo de un día gris, a finales de otoño, un hombre de aspecto distinguido avanzaba a lomos de un caballo en dirección a Santaella. Sin prisa, mecido el cuerpo por el balanceo de la cabalgadura, el jinete iba absorto en sus meditaciones. Al aproximarse al pueblo y enfilar la calle del Mesón, encontró a algunos labriegos que regresaban de su quehacer; hombres sencillos, como sencilla es la vida en el campo, que volvían la cabeza con curiosidad para ver al forastero, un acontecimiento inusual en esta villa que, desde que anduvo por ella don Gonzalo Fernández de Córdoba –mucho tiempo atrás–, parecía olvidada por todos excepto por los mismos santaellanos.
   Sintiéndose observado, el caballero tomó las riendas con más brío y, componiendo su figura en lo que pudo, se dirigió calle arriba, hacia el castillo que presidía la plaza Mayor. Dejó atado al jamelgo en una argolla cercana a la puerta y entró en el viejo edificio, una antigua fortaleza que en tiempo de moros fue gloriosa y que por entonces, ya algo desmochada, servía de casa consistorial. Atravesó con paso decidido una amplia sala vacía, en cuyo extremo se podía ver una estancia más pequeña, desprovista de puerta. Un hombre sentado frente a un escritorio cubierto de pliegos miró con gesto atento al forastero, a la tenue luz de una lámpara de aceite.
   —Busco al alguacil –anunció el recién llegado, despojándose del sombrero.
   —Estáis frente a él. ¿Y vos sois...? —indujo el hombre.
   —Miguel de Cervantes, recaudador de tributos de Su Majestad. Vengo por el cobro de las alcabalas atrasadas.
   El alguacil hizo un mohín apenas perceptible. Las cargas que la Corona imponía a Santaella eran excesivas y sabía de algunos paisanos que no habían podido afrontarlas. La llegada del recaudador no podía significar sino problemas. Miguel, que era manco del brazo izquierdo, dejó el sombrero sobre una silla para sacar de su gabán unos papeles, que tendió a su interlocutor.
   —Aquí tenéis mis credenciales —dijo, avanzando hasta el escritorio.
   El otro tomó los documentos y los ojeó, antes de devolverlos a su dueño.
   —Sentaos —ofreció amablemente—. ¿Qué queréis de mí, don Miguel?
   —En realidad, nada, al menos por ahora —explicó el recaudador, tomando asiento—. Sólo informaros de mi presencia en el pueblo. En pocos lugares soy bienvenido pero muy raramente se producen altercados.
   —¿Y qué tenéis pensado hacer?
   —Me alojaré en la fonda y mañana empezaré a visitar a los morosos —respondió Miguel, con el tono resignado de quien, a su pesar, ha de cumplir una penosa obligación.
   —Informaré al señor alcalde en cuanto lo vea. Si algo precisáis... —El alguacil dejó la frase en suspenso—. Hay dos fondas en el pueblo; os recomiendo la que encontraréis en esta misma calle, un poco más abajo.
   Los dos hombres se despidieron y Miguel salió, tomó las riendas de su caballo y se encaminó a pie hacia el mesón, que ya había descubierto cuando pasó frente a él, calle arriba.

   Golpeó con la aldaba por dos veces y no tardaron en aparecer un hombre y un muchacho. Las ropas de Miguel, aunque algo raídas, eran finas y distaban mucho de las que solían vestir los lugareños. El mesonero, poco acostumbrado a recibir a huéspedes distinguidos, se deshacía en atenciones, tanto por quedar en buen lugar como por las pingües ganancias que se prometía. Tras varias reverencias y muchas lisonjas, Miguel fue conducido a una de las habitaciones del primer piso, mientras el muchacho llevaba el caballo a la cuadra...
  • El diablillo
  • Viernes
  • Entre dos ríos
  • El nudo de Nirkos
  • La tormenta
  • El epitafio
  • Maternidad
  • Raluca lo sabe
  • Ella
  • Noche de difuntos
  • La sentencia
  • El juego de rol


También puedes comprar Historias para minutos en Amazon  pulsando en la siguiente imagen:
     
 

 
 
     
     

No hay comentarios:

Publicar un comentario